¿Guerra sucia o simple estrategia?

Tomy Pérez Alcoreza

En el actual proceso electoral rumbo a la segunda vuelta presidencial, se repite una y otra vez una expresión que parece haberse convertido en el comodín de candidatos, analistas e incluso del propio Tribunal Supremo Electoral (TSE): la “guerra sucia”. Se menciona en debates, titulares y conferencias de prensa casi como una explicación para todo. Pero la pregunta que deberíamos hacernos como ciudadanos es directa: ¿qué significa realmente la guerra sucia?

¿La llamada guerra sucia se reduce a los insultos que los candidatos se lanzan unos a otros? ¿A las medias verdades que distorsionan la realidad? ¿A las encuestas de dudosa credibilidad que se presentan como verdades absolutas? ¿O son también esos rumores que inundan las redes sociales, las comparaciones hirientes y los calificativos que reducen a una persona a un simple estereotipo? Tal vez la guerra sucia sea también el silencio cómplice: callar lo importante, ocultar cifras, desviar la mirada frente a los temas cruciales. ¿Es verdad para unos y mentira para otros? La definición es tan amplia y difusa que, al final, corre el riesgo de perder todo sentido.

El TSE promovió recientemente un acuerdo entre los dos frentes políticos para evitar la desinformación y regular estas prácticas. Sin embargo, la realidad es que, en una segunda vuelta, donde lo que está en juego es el poder, la frontera entre lo legítimo y lo cuestionable se vuelve casi invisible. Lo que para unos es “estrategia electoral inteligente”, para otros es “guerra sucia”. Así, la política se convierte en un campo de acusaciones cruzadas en el que todos señalan, pero pocos asumen responsabilidades.

No faltan quienes aseguran que la caída de ciertos candidatos, que hace un año encabezaban las encuestas o que en varias ocasiones aparecieron en primer lugar, se debió a campañas de guerra sucia en su contra. Sin embargo, atribuir la decisión del electorado únicamente a estas prácticas es minimizar al ciudadano. El pueblo boliviano, con todas sus limitaciones y dificultades, no es ingenuo: sabe observar, comparar y evaluar. El voto no depende solo de rumores o titulares, sino de la conexión real entre el candidato y la gente, de si sus palabras responden a la vida cotidiana y no a un guion publicitario.

Al final, no gana quien aparece más en televisión ni quien suma más “likes” en redes sociales, sino quien sabe escuchar, interpretar y dar respuestas a lo que realmente duele: el desempleo, la crisis económica, la corrupción, la falta de oportunidades que condena a los jóvenes a la desesperanza. También influye la identificación con el candidato, ya sea por afinidad social, cultural o de clase, lo que refuerza o debilita la credibilidad de un proyecto político.

El voto, por tanto, es mucho más que una reacción emocional ante campañas sucias o mensajes manipulados: es un acto moral y consciente, una decisión íntima que refleja lo que cada ciudadano espera de su país. Cuando los políticos reducen la política a insultos y trampas olvidan que detrás de cada voto hay una persona, una familia y un anhelo legítimo de vivir mejor. Convertir la democracia en un espectáculo de ataques es faltarle el respeto no solo al adversario, sino al pueblo entero.

La guerra sucia, en cualquiera de sus formas, erosiona la democracia porque transforma el debate en un campo de batalla donde la verdad deja de importar. Y cuando la verdad pierde valor, se instalan el cinismo, la desconfianza y el desencanto. Por eso, más que prohibiciones formales, lo que Bolivia necesita es un compromiso moral: políticos que hablen con la verdad, medios que informen con responsabilidad y ciudadanos que ejerzan su derecho a informarse antes de votar.

El futuro del país no se juega en un meme, en un rumor viral o en un titular manipulado. Se juega en la conciencia de cada votante. Porque solo una sociedad informada y consciente es verdaderamente libre. Y únicamente un pueblo libre puede construir una democracia sólida, justa y verdadera.