Carlos Decker-Molina
En los últimos años, los términos iliberal, liberal y libertario han cobrado protagonismo en el debate político. Aunque parecen nuevos, responden a un reacomodo ideológico tras la caída del Muro de Berlín y la pérdida de vigencia de conceptos como “comunismo” o “socialismo”. Los regímenes que se autodenominan socialistas —China, Cuba, Corea del Norte— poco tienen que ver con las definiciones clásicas. Y los exitosos Estados de bienestar escandinavos, más que abolir el capitalismo, lo reformaron. Hoy, la revolución marxista ha perdido a su sujeto histórico (el proletariado) y a sus condiciones materiales. Ni la inteligencia artificial ni las multitudes migrantes parecen capaces de encarnar ese rol.
En este contexto emergen tres corrientes que disputan el relato del presente: liberalismo, iliberalismo y libertarianismo.
Liberalismo
El liberalismo defiende un orden institucional basado en la separación de poderes, la igualdad ante la ley y la autonomía individual. En su versión contemporánea, incorpora derechos sociales como el aborto, la igualdad de género y la diversidad sexual. Su “universalismo cosmopolita” promueve el libre intercambio de bienes, ideas y culturas, y suele ir acompañado de un secularismo humanista.
En Europa, ha sabido aliarse con conservadores o socialdemócratas siempre que se respete la institucionalidad democrática. Fue crucial en la consolidación del Estado de bienestar, aunque con diferencias internas sobre su alcance.
Iliberalismo
El iliberalismo propone una democracia sin liberalismo: elecciones sin pluralismo, mayorías sin límites, gobiernos sin contrapesos. Se opone abiertamente a los derechos de las minorías, la prensa libre y la diversidad cultural o sexual, a las que considera síntomas del “comunismo cultural”.
El término “democracia iliberal”, popularizado por Fareed Zakaria en 1997, describe regímenes que mantienen una fachada electoral mientras concentran el poder. Hungría bajo Viktor Orbán es el caso paradigmático: un nacionalismo cristiano excluyente que modifica la Constitución para consagrar la homogeneidad cultural. Putin y Trump comparten rasgos similares: culto al orden, desprecio por el disenso y una guerra abierta contra el feminismo y el multiculturalismo.
Libertarianismo
El libertarianismo exalta la libertad individual por encima de todo y aboga por un Estado mínimo, limitado a funciones de seguridad. Heredero del liberalismo clásico, floreció en EE. UU. en los años 70, en pleno auge neoliberal. Defiende la propiedad privada, la autonomía individual y el derecho a decidir sin interferencia estatal.
En lo social, los libertarios son liberales (apoyan el aborto, las drogas, el matrimonio igualitario); en lo fiscal, ultraconservadores. Rechazan los impuestos como una forma de coerción, aunque suelen citar a Hayek omitiendo que él mismo defendía cierto rol redistributivo del Estado. No hay hoy en el mundo un país verdaderamente libertario: su implementación llevaría al colapso institucional y a una desigualdad extrema.
Convergencias y contradicciones
Iliberales y libertarios desconfían del Estado, aunque por razones opuestas: unos lo quieren fuerte y autoritario; los otros, débil y ausente. Sin embargo, coinciden en el rechazo al multiculturalismo, las políticas de género y la justicia social. Ambos libran la “guerra cultural”, si bien desde trincheras distintas.
Desde Suecia, donde conviven conservadores, democristianos, liberales y extrema derecha, esta paradoja se vuelve tangible: pese a la retórica antiimpuestos, el Estado recaudó más de 160 mil millones de coronas en impuestos empresariales. Gracias a eso, pude operarme del corazón y pasar una semana hospitalizado por apenas 40 dólares.
En Europa, los iliberales ganan más terreno que los libertarios. Tal vez porque la derecha tradicional aún acepta los impuestos como un mal necesario, no como una herejía. Pero ambos coinciden en su objetivo: redefinir el campo ideológico, disputar el lenguaje y deslegitimar las conquistas liberales. Allí se juega hoy, quizá, el destino de nuestras democracias