Jorge Richter Ramírez - Politólogo
El Diccionario de la Lengua española define “craso” en su tercera acepción como: grueso y gordo. Este sería, de acuerdo con los etimólogos más conservadores, el origen de esta frase para referirse a las equivocaciones graves que no tienen disculpa. Otros, sin embargo, relacionan esta expresión con Marco Licinio Craso (115 a. C. – 53 a. C.), un acaudalado general y político romano, a quien también se conoció como Craso el Triunviro. Entre sus éxitos militares se destacan la Batalla de Puerta Colina en el año 82 a. C. y el aplastamiento de la revuelta de esclavos contra la República Romana, liderada por Espartaco entre los años 73 y 71 a. C.
Aún así, una sucesión de “desaciertos” consecutivos, en sus años mayores, producto de su insaciable ambición de gloria llevaron al general Craso a la muerte en la Batalla de Carras, librada en el año 53 a. C. De ahí el origen de la expresión “craso error”, según los que suscriben esta teoría. (López, Ch. 2022)
En tiempos nuestros, la línea de desaciertos radica en insistir, fuera de la buena intención política, en implementar una lógica de diálogos selectivos, “reservados”, de bajo perfil y con pedidos en voz baja de apoyos o silencios ante próximos anuncios y decisiones en materia económica. La Clase del domingo, ese espacio prolongado de explicación de las causas que condujeron a esta carestía de dólares fue comentado con sorna por parte de los sectores productivos, industriales y económico/políticos. En los mismos espacios internos del gobierno, los desacuerdos sobre la puesta en escena de esta herramienta de la comunicación política fueron ásperos, pues la prolongada exposición concluye con una ofensiva verbal, nuevamente reiterada, sobre los miembros de la Asamblea Legislativa Plurinacional, de quienes depende la atención a la desesperada petición de aprobación de los créditos y las leyes fundamentales de litio e hidrocarburos.
Craso error político, la iniciativa de diálogo no puede quedar reducida a reuniones sin alcances de gobernabilidad político/legislativa. Cuando la legitimidad se evapora, solo los consensos y acuerdos de extenso alcance guardan la posibilidad de reconstruirla en parte. El embate contra la Asamblea Legislativa y el desprecio por un acuerdo nacional solo reduce el horizonte de reconducir la economía y la política hacia espacios de estabilidad. Nietzsche, entre tantísimas reflexiones, nos habló sobre el derecho de hacer lo que a uno le plazca, pero advertía que tal decisión está siempre acompañada, inexorablemente, de un deber ineludible: aceptar las consecuencias. Sin acuerdo político, los resultados estarán en el plano de lo negativo.
La gobernabilidad no es una acción de fuerza, menos de “cercos” y “medidas escalonadas”. El griterío exaltado del pasado lunes, en voz de la máxima autoridad cobista: “si no quieren legislar, vamos a plantear el cierre del Parlamento”, expone el tiempo de una democracia de baja calidad y pobres convicciones, pero también hace cuerpo de una dirigencia que se ha burocratizado en los privilegios, alejándose decididamente de la representación y defensa efectiva del trabajador. En las últimas horas las amenazas se repiten, morigeradas sí, pero en línea de advertencia y futuras penurias: “Si no se aprueban los créditos, los asambleístas serán censurados y expulsados por el movimiento obrero sindical”. La acción no viene de un empuje unilateral, guarda una sintonía completa, en tiempo y espacio, con lo escuchado en la Clase magistral del domingo nueve.
La gobernabilidad forzosa es una gobernabilidad deshabitada y sin esencia. Se apoya en el espesor del tono de las intimaciones y abandona con molestia la construcción dialógica. Una gobernabilidad que ambiciona lograr estabilidad política y persuasión de sus actores con formas obligadas abdica de la legitimación social y los principios democráticos, avanzando en la creación de desconfianzas societales, polarización, autoritarismos y control institucional. La deformación democrática del mandato legítimo y la incorporación de medidas coercitivas constituye la antesala de la represión, censura y vigilancia, factores estos que menoscaban la vigencia de la reflexión crítica.
El eventual éxito de la gobernabilidad forzosa, con los cercos y conminatorias sobre los asambleístas, no cancela el estado de policrisis actual. Tampoco los créditos a ser aprobados sustituirán las filas de camiones que buscan asirse al escaso combustible que ofertan las estaciones de servicio, y menos, serán los dólares que restituirán la normalidad de los servicios de las tarjetas de crédito y débito, esto como muestra incómoda de unas dificultades irresueltas por falta de acuerdos políticos.
La crisis económica no es ahora algo que resuena por distintos pasillos y espacios, ya se ha convertido en un hecho inocultable. Los precios de los insumos esenciales vienen incrementándose en el decir de la gente. En los hogares bolivianos se habla de jóvenes y familias que piensan en emigrar como una opción seria. Los economistas propios y contrarios al gobierno expresan su preocupación por un déficit fiscal incontrolado. Empresarios y sectores productivos de distintos rubros esperan, como anuncio inminente, la devaluación del tipo de cambio. Y mientras esto acontece, no se vislumbra -en forma razonable desde la complejidad del proceso sociopolítico boliviano- que la crisis económica halle un curso de resolución, en principio, porque se menosprecia el camino del acuerdo político nacional que viabilice las decisiones que están excluidas obstinadamente. Craso error.