Cuando las utopías chiquititas agigantan las esperanzas

Por Adalid Contreras Baspineiro [1]

La utopía es propuesta por Tomás Morocomo un no-lugar, o el lugar soñado, desconocido, imaginario, donde radican las sociedades de ensueño. Su posterior apropiación histórica lleva a que la ausencia se vuelva en una insistente presencia de lo que no es y pudiera y debiera ser. De este modo, la idea inicial de lo inexistente, se convierte en un no-lugar con características que ya no son las de un puro sueño sin posibilidad de realización, sino como la expresión de lo que no se ha realizado todavía y podría concretarse, algún día.

Siendo el valor de la utopía lo que no es y quisiéramos que sea y que, tal vez, pudiera ser, se impone trabajar por hacerla realidad, recorriendo los caminos de la creación imaginativa y esperanzadora, de/construyendo y re/construyendo la realidad con vistas a un futuro, otro, que se lo avizora tan cercano o tan lejano como son los sueños y como es un mundo al revés, con justicia. Con estas características, en la utopía se amalgaman un mundo ideal y un proyecto de sociedad cuyo horizonte es tan real como las condiciones de las metas cumplidas que, en sí mismas, contienen otros horizontes, y otras metas, con las mismas características de estar y no y de ser o no posible, algún día.

La utopía ha perdido fuerza en un mundo que se ha vuelto pragmático, convirtiéndose en una mala palabra entre otras cosas porque se la plantea como una realidad fantasiosa, en eutopías o lugar de lo exclusivamente bueno. También se la pinta con desviación en la distopía o sociedad imaginaria bajo un poder totalitario, opuesto a esa utopía que nos hace vivir cada día como si fuera el primero y cada noche como si fuera la última.

En nuestros tiempos, raros, volvemos a hablar de utopías recuperando el sentido de la heterotopía propuesta por Foucault como los territorios de los otros, que son contra-espacios culturales, institucionales y discursivos, perturbadores, intensos, incompatibles, contradictorios y transformadores, que están ahí, latiendo como proyectos de construcción histórica. Así dichas las cosas, las utopías son apuestas políticas por imaginarios que se conquistan colectivamente en historias de futuro haciéndose cotidianamente.

Nuestros tiempos son la época de una nueva normalidad atravesada por polarizaciones que se autogeneran en múltiples matices, de la mano de una crisis multidimensional de variados rostros en los que se combinan manifestaciones presentes con acumulados sempiternos, conformando deudas históricas de reivindicaciones estructurales no resueltas articuladas a estallidos coyunturales. Las coyunturas contienen y están contenidas en realidades estructurales que están demandando ser resueltas.

Nada satisface. Todo parece inconcluso, o falso, o mal intencionado. La desconfianza caracteriza la época, y aunque tiene larga data, aparece como efecto y alimento de la polarización. Se nutre de la infoxicación, de la posverdad, de la mentira flagrante y de la naturalización de las banalidades que norman la incertidumbre y amamantan el caos desde las libertinas redes sociodigitales. Los medios de comunicación navegan entrampados en la polarización, sin poder construir su propia agenda con caminos hacia otro lado, otro.

Las desconfianzas se han hecho plurales, no cambian con las conquistas sociales, están rondando el ambiente como almas en pena. Su resolución es y no cuestión de constricción, de perdón, de intención de reconciliación, de creer en que las cosas pueden ser distintas. No hay utopía contenida en las desconfianzas, son su negación. Pero existe sí un camino, es el de la inclusión y el pluralismo, no hay otra alternativa que hacernos parte a todas y todos de las soluciones. Estos son los espinosos caminos de la cultura de paz.

Vivimos tiempos de emergencias con realizaciones inmediatas y utopías de corto plazo, tan chiquititas como gigantes, donde están contenidos los caminos del largo plazo, tenemos que descubrirlos y quitarles la maleza que los cubre para recorrerlos. Los horizontes se han hecho cercanos porque los condicionamientos estructurales irresueltos están contenidos en las manifestaciones urgentes, que son múltiples y se corresponden entre ellas con un dinamismo que las hace encontrarse en sus resoluciones.

La característica de estas utopías no es la amplitud, ni la extensión, menos la dispersión. Se explican en la incursión a la densidad y la profundidad de sus sinergias, sus efectos y sus condicionantes. Se trata de trabajar soluciones pasito a paso y en paralelo, de temas con resoluciones inmediatas y rutas que abordan los condicionantes estructurales que están latiendo desde el fondo como conflictos étnicos, territoriales, patriarcales, o de clases. Por esto vivimos tiempos raros en los que la esperanza está en el caos que supone crisis con transmutaciones.

Son tiempos raros en los que se vuelve a hablar de clases sociales, de ideologías y de utopías. La realidad está planteando preguntas cuyas respuestas tienen que ser reinventadas. Siendo tiempos de (re)descubrimiento del mundo, son en consecuencia espacios de definición con recuperación histórica e imaginación de futuros caminando desde los sentidos de los comunes en la vida cotidiana.
Son tiempos propicios para la reflexión crítica profunda, priorizando el debate argumentado y la construcción colectiva de imaginarios y de proyectos en el sentido de esa utopía que Galeano nos dice que “…está en el horizonte / yo me acerco dos pasos y ella se aleja dos pasos / camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá / (…) ¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve, para caminar”.

[1] Sociólogo y comunicólogo boliviano. Director de la Fundación Latinoamericana Communicare