Por Carlos Decker-Molina
Bolivia tiene hoy un nuevo gobierno que, entre sus prioridades, intenta promover la imagen del país en el exterior para impulsar el turismo. Escuché por la Red una conferencia de prensa en la que el presidente Paz afirmó que el turismo será un eje transversal a todos los ministerios. Esa afirmación me animó a escribir este texto pertenece al mundo de la cultura transversal al turismo.
Según el discurso oficial, el nuevo gobierno heredó un país “convertido en una cloaca”. Más allá de la metáfora, la verdad es simple: No hay dinero.
En tiempos de escasez, los dilemas se vuelven más nítidos: abundan los canallas, pero también las ideas.
Las crisis —cuando se las mira de frente— permiten recomponerlo todo. Por eso quiero plantear algunas líneas posibles para insertar nuestra literatura en los circuitos internacionales, que, en realidad, no son tantos.
Desde niño he sido un lector empedernido. A los seis años leía en voz alta para los obreros de la maestranza ferroviaria de Parotani. En las radios donde trabajé escribí guiones de radioteatro inspirados en cuentos y novelas. En Europa viví, durante años, de leer en “castellano neutral” para las primeras empresas de audiolibros. Aún ejerzo el periodismo y, desde mi jubilación, simplemente escribo. Quizá por eso sigo con tanto interés a la nueva literatura boliviana: Una generación que no busca engrandecer al país con armas, ni con ilusorias “reservas morales”, ni con experimentos socioeconómicos, sino con letras, música, pintura, cine y teatro.
En Europa existe un colectivo valioso: El Encuentro de Escritores Bolivianos en Europa, coordinado por Ángela Hurtado y Asteria Reyes. Ellas, junto con poetas y narradores como Serafín Guerrero y Paola Duchen, publican cada año una antología de literatura boliviana escrita en el continente europeo. Su iniciativa se ha replicado entre ecuatorianos y hondureños. ¿Quién apoya a estos emprendedores culturales? Nadie. Lo hacen movidos solo por el deseo de mostrar una producción literaria que abre puertas. Ángela y Asteria son embajadoras culturales que merecen apoyo del Estado —que no es lo mismo que el gobierno de turno.
Volviendo a la literatura escrita dentro del país, se trata de una obra que integra sin moralizar, que es poética sin perder contacto con la tierra, que narra, recuerda e imagina.
El papel del Estado y el poder de las traducciones
El apoyo estatal es crucial. Hay países latinoamericanos —no muchos— que invierten en traducciones, al menos en Suecia. Sus agregados culturales trabajan activamente con editoriales, organizan seminarios, crean redes y financian la presencia de escritores.
Bolivia debería hacer un esfuerzo similar en algunos puntos estratégicos:
España (Premio Cervantes),
Francia (puerta cultural de la UE),
Suecia (Premio Nobel),
Inglaterra (por el mercado anglófono).
No son muchos países, pero sí decisivos.
Profundizar relaciones en esos centros permitiría algo indispensable: financiar traducciones, apoyar estancias de escritores en ferias internacionales —Frankfurt, por ejemplo— y abrir puertas que hoy están cerradas.
Una editorial mediana en Europa rara vez traduce por su cuenta: es la etapa más costosa del proceso. Incluso con la IA, las traducciones requieren editores y correctores que pulan el texto final. Por eso es vital conseguir “mecenas”: Bancos, empresarios con ambiciones internacionales o fondos públicos que subsidien esa fase.
Una obra traducida en París o Estocolmo tiene muchas más posibilidades de circular en el mundo literario. Existe, además, una tendencia creciente: Grandes editoriales reeditan obras no desde el original, sino desde su traducción inglesa. Inglaterra, más que Estados Unidos, se vuelve un mercado estratégico.
El Nobel no se decide con campañas ni con “dossiers”. Se decide con lectura: paciente, profunda y sostenida en el tiempo. Para que alguien lea a un autor boliviano, ese autor debe estar traducido.
El nuevo soft power
Bolivia posee todo para convertirse en un soft power cultural en el Cono Sur:
una literatura nueva y audaz;
una música que va de lo barroco misional al hip hop andino;
un teatro en pleno renacimiento;
un cine que cada año sorprende;
arte digital, arquitectura contemporánea, folklore vivísimo
y unos paisajes que, más que territorio, son verdaderas pinturas naturales.
El desafío es presentar un país múltiple y diverso, unido por el arte, la literatura y la creatividad, y no un país fracturado. Mostrar un país dividido sería mostrar un cuerpo amputado.
Las autoridades culturales bolivianas deberían suscribir acuerdos con editoriales prestigiosas para que publiquen a los ganadores de los premios nacionales de novela, cuento, ensayo y poesía. Que esos libros no se queden dentro de las fronteras.
Bolivia, si se lo propone, puede aspirar en los próximos diez años a un Premio Cervantes —el Nobel de la lengua heredada. Hoy mismo hay escritores bolivianos que podrían competir por él, pero para eso el Estado y las Academias de la Lengua deben asumir un rol activo. Guatemala, un país más pequeño, lo hace.
No quiero mencionar nombres: no conozco a todos los escritores jóvenes surgidos en los últimos 15 o 20 años. Pero los que he leído componen una literatura novedosa, integradora, que se aleja del folklorismo y la victimación. Es una literatura profunda y bien escrita.
Los bolivianismos tienen el mismo derecho que los chilenismos, el lunfardo argentino o la jerga centroamericana a aparecer en libros premiados.
Bolivia vive en mí: es la cocina de mi abuela; la Huérfana Virginia que mi madre cantaba de cuando en cuando; el olor a eucalipto de Parotani; el frío de la puna orureña y el abrazo cálido del sol de Santa Cruz. No se trata de pasaportes, himnos o emblemas. Se trata de memoria. Por eso la literatura boliviana —la antigua y la nueva— me persigue como una sombra fiel.
He escrito estas líneas en unos minutos. Me he permitido soñar.
Y como boliviano afuerino, comparto un deseo que no es solo mío:
que Bolivia encuentre en su cultura ese poder silencioso y luminoso que otros llaman soft power, y que yo prefiero llamar simplemente dignidad creadora.
