Opinion

LITERATURA Y MENTIRA
Los otros caminos
Iván Castro Aruzamen
Viernes, 29 Diciembre, 2017 - 12:37

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Hace tres años atrás, tenía yo la firme idea de que enseñar era algo importante y definitivo en mi vida. Y fue hace ya muchos años, cuando leí por primera vez, en medio de las montañas, Hamlet de Shakespeare o Las mil y una noches, mientras comía pan y observaba con un ojo las blancas ovejas, que mi abuela me encargaba pastar, sobre todo en las vacaciones de invierno y primavera. Entre el viento y el balido de los corderos, el pan y los libros, me enamoré de la literatura. Luego también caí en las trampas del amor; desde entonces comprendí que llorar o sentir que el pecho arde de pasión o tristeza era muy humano.

Ya en mis años de universidad, el amor y la literatura, fueron dos caminos inseparables en mi vida; cuando el amor de una mujer me empujaba a rodar por la noche entre alcohol, cigarros, caricias, pasiones incontroladas, sentía que estaba vivo y a veces mucho más muerto que un cadáver; pero una novela, un poemario, un ensayo, un diario, me devolvían, siempre, el aliento para seguir viviendo. Las historias que emergían de los libros, muchas veces me han hablado de esta maravillosa experiencia que es vivir, así sea entre la frontera de la felicidad o la infelicidad.

Un día leí Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga; me gustaron tanto que, las noches en las que mi hermano menor sufría de dolores de cabeza por un aneurisma y sólo los anestésicos calmaban su sufrimiento, yo le contaba cada uno de los cuentos para que se durmiera. A los quince años y sin haber logrado despedirse de su primera chica y los cuentos de Quiroga, se fue de esta vida. Tiempo después, comprendí la desgracia que llevó el autor uruguayo de La gallina degollada; un día se enamoró de su alumna y se casaron. Jamás pensé que muchos años a mí me sucedería lo mismo, con una substancial diferencia: he amado a esa mujer, con el amor más tierno y puro que se pueda pensar; la he amado, sin que ella lo supiera; pensaba, en ella como una hermosa flor, si Dios creo todo lo que nos rodea, ella debió ser el sueño más hermoso del Creador; la he amado en secreto, en silencio y en la oscuridad más honda de mi alma; pasé interminables noches pensando en sus ojos, en su pelo, en el color de su piel; me sentí perdido en esas largas noches, pero, como dice el verso de un poeta italiano que he querido mucho y a quien siempre regreso: “Así que en esta/ inmensidad se ahoga mi pensamiento/ y naufragar me es dulce en este mar” (Immensitá s’annega il pensier mio:/ E il naufragar m’é dolce in questo mare). Debo y quiero agradecer a esa mujer, mujer en flor, aunque sea sólo el instante que me cobijó en su pensamiento.

Tras darle vueltas y vueltas a esta etapa de mi vida, y, si Julio Verne dio La vuelta al mundo en 80 días y Julio Cortázar La vuelta al día en 80 mundos, yo di La vuelta al mundo y el día en 80 vidas, para caer en la cuenta de una sencilla verdad: he amado a esa mujer nada más como un pretexto, porque al enamorarme de sus profundos ojos negros y su transparente voz, descubría otra vez, como hace muchos años, mi amor por la literatura. Así, me he descubierto otra vez a mí mismo, me he reinventado de las cenizas para encontrarme con el verdadero amor de mi vida: la ficción. Yo mismo me descubro ahora fruto de mis mentiras. Mi amor por quien fue estudiante de mi clase, fue también una mentira que dio origen a mi verdad. Mientras escribía estas notas, una canción vino a mis odios y se quedó rebotando en mi memoria: «Esta cobardía de mi amor por ella, hace que la vea igual que una estrella, tan lejos tan lejos en la inmensidad, no espero nunca poderla alcanzar…» Mi amor por K. jamás llegó a ser una cobardía pero sí una gran mentira, en la que creí tozudamente, hasta hoy.

 

Iván Castro Aruzamen

 

Teólogo y filósofo